
En realidad ese día y año la ciudad de Hiroshima –fundada al oeste de Japón en 1589 por el señor feudal Mori Terumoto, y años después capital de Chugoku, – no oyó nada, ni supo qué estaba pasando, ni por qué la destruían, ni el material empleado para matar a niños, mujeres y ancianos inocentes, todos civiles; tampoco el motivo de ese crimen, cómo lo hicieron y mucho menos quiénes eran los criminales.
Tenía Hiroshima en aquella fecha alrededor de 80 kilómetros cuadrados de superficie, de ellos más de 30 densamente poblados, y murieron allí de un solo golpe 100 000 seres humanos de diferentes edades y ocupaciones, y se quemaron sus pertenencias. Cerca de 7 000 edificios que habitaban o donde estudiaban, laboraban o descansaban –además de los animales y plantas del territorio– desaparecieron del mapa en pocos minutos.