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jueves, 8 de agosto de 2024

Hiroshima y Nagasaki: dos ciudades castigadas

                                                                          

La primera bomba atómica de la historia fue lanzada por Estados Unidos en suelo japonés el 6 de agosto en 1945 en la ciudad de Hiroshima
(Tomado de la Revista Bohemia)


En realidad ese día y año la ciudad de Hiroshima –fundada al oeste de Japón en 1589 por el señor feudal Mori Terumoto, y años después capital de Chugoku, – no oyó nada, ni supo qué estaba pasando, ni por qué la destruían, ni el material empleado para matar a niños, mujeres y ancianos inocentes, todos civiles; tampoco el motivo de ese crimen, cómo lo hicieron y mucho menos quiénes eran los criminales.

Tenía Hiroshima en aquella fecha alrededor de 80 kilómetros cuadrados de superficie, de ellos más de 30 densamente poblados, y murieron allí de un solo golpe 100 000 seres humanos de diferentes edades y ocupaciones, y se quemaron sus pertenencias. Cerca de 7 000 edificios que habitaban o donde estudiaban, laboraban o descansaban –además de los animales y plantas del territorio– desaparecieron del mapa en pocos minutos.

Un simple ejemplo: de la escuela primaria de Honkawa, con más de 400 alumnos y numerosos maestros, nada más sobrevivieron dos personas: una niña y una profesora. En 1989 –casi medio siglo después– la maestra se encontraba irreconocible por las cicatrices en su rostro y la que fue una delicada muchachita sufría de leucemia, que en ese tiempo no se sabía cómo tratar mejor el envenenamiento por radiación nuclear.

El cómo y el crimen

Aquel fatídico día, a 600 metros del suelo, brotó un descomunal relámpago color naranja intenso y más tarde azuloso, que un historiador especializado en el horrible suceso calificó así: “La explosión atómica hizo palidecer el Sol como por el súbito choque de dos mundos”.

Todo se desencadenó a las 8 y 15 de la mañana. Se produjo un horno de calor y fuego que abarcó de inmediato 10 kilómetros a la redonda y el incendio generalizado calcinó y convirtió en candela, ruinas, polvo y cenizas, piedras, sudor, lágrimas, gritos, cuerpos despedazados y sangre de los habitantes, que ni tiempo tuvieron de ver, creer, pensar, correr y de morir.

Los muros cayeron hechos escombros por un inesperado viento repentino de 1 200 kilómetros por hora que arrancaba de cuajo los árboles, las casas, los edificios, y levantaba maremotos y una rara especie de “sunamis” en los ríos Ota y Klobachi.

A algunos les pendían los ojos ya ciegos de sus nervios ópticos, y los más quemados no podían llorar, ni les quedaban labios para quejarse o pedir ayuda. El tenebroso calor generado por aquel diabólico bombardeo imperial quemó y erradicó a la inmensa mayoría de lo vivo y fundió los metales más duros, incluso las aleaciones que, según el primer cosmonauta del mundo, el soviético Yuri Gagarin, fundidor de oficio, dijo en su momento que son “más fuertes y resistentes que los metales puros”.

Parte del pueblo aniquilado, sin previo aviso y sin culpa de ninguna índole, aunque todavía con vida, trató de huir despavorido en busca de aire respirable, agua para calmar la sed desesperada y una pizca de sombra donde aliviar el insoportable ardor de las hondas quemaduras de sus carnes encendidas y humeantes.

Los criminales yanquis y sus cómplices

Hasta ese trágico momento la sombría operación militar se concibió y preparó de forma absolutamente secreta, con cierta participación de la fuerza aérea del Reino Unido y Canadá.

Con el nombre subliminal de Proyecto Manhattan, en 1941, el presidente estadounidense autorizó, apoyó y financió la construcción del engendro mortífero en el que trabajaron los más talentosos y experimentados físicos nucleares, químicos y matemáticos de Estados Unidos e Inglaterra, como si lo hicieran para eliminar ratas y ratones, mudados a tiempo completo y muy bien pagados, desde sus lugares de residencia hacia los desiertos norteamericanos.

Tal proyecto encubierto empleó en silencio a más de 120 000 trabajadores, con un presupuesto superior a los 2 000 millones de dólares anuales. Al mismo tiempo en Colorado Spring se inició la preparación y el entrenamiento riguroso y acelerado de los que participarían en el lanzamiento de las bombas disponibles.

Entre los más de 100 pilotos estadounidenses de mayor experiencia se hizo una estricta y asesorada selección de 65 oficiales y 52 sargentos para integrar un denominado Grupo Mixto de Bombardeo 509. Su jefe pasó a ser el coronel Paul W.Tibbets, a quien designaron responsable de la Misión Especial de Bombardeo No. 13 y con el nombre altamente confidencial de Operación Bandeja de Plata.

La bomba nombrada “Muchachito”

Eufemística y morbosamente los generales norteamericanos, ingleses y canadienses, implicados de alguna manera en el pavoroso plan de golpe aéreo masivo y sorpresivo, acordaron o al menos aceptaron que a la primera bomba atómica de la historia del mundo se le llamara Little Boy, es decir, Muchachito, pese a que al principio los científicos creadores de semejante invento asesino le denominaron Thin Man, o sea, “flaco”.

Medía 4.25 metros de largo, 1.5 metros de diámetro y pesaba poco más de 10 toneladas, con una potencia explosiva equivalente a 13 000 toneladas de TNT.

Tres superfortalezas B-29 participaron en el primer y único bombardeo atómico conocido sobre un pueblo civil indefenso en los anales de la humanidad. / Archivo de Bohemia

Las consideradas “superfortalezas volantes” B-29, despegaron a las dos de la madrugada de aquel día 6 de agosto de la Isla Tinián, del archipiélago Las Marianas, sede del 20 Ejército Aéreo de Estados Unidos, a más de 1 200 millas náuticas del objetivo.

Tres aviones B-29 protagonizaron el único bombardeo atómico del orbe: Straight Flush, Enola Gay y The Great Artist. El primero estaba comandado por el mayor Claude Robert Eatherly, quien observó la situación meteorológica, localizó con exactitud milimétrica la ciudad y no le tembló la voz al dar la orden de bombardear. El segundo, guiado por el piloto Paul Warfield Tibbets, jefe de la Operación, se encargó de lanzar la bomba. Y el tercero, dirigido por el mayor Charles W. Swenny, lanzó en paracaídas los instrumentos medidores de la temperatura, la radiación nuclear y otros elementos importantes.

Cuba, lugar de entrenamiento

Aunque parezca increíble, el territorio cubano fue seleccionado por los yanquis para “ensayar en seco” el siniestro bombardeo que se practicó de forma rigurosa muchas veces por los tripulantes y los tres B-29 mencionados en el suelo de nuestro archipiélago, a una considerable altura.

Utilizaron en el macabro ensayo tres puntos estratégicos de la fuerza aérea cubana, debidamente autorizados por el sargento-general Batista, mas ninguno de los textos a ello referido aclara que el dictador del patio supiera en detalle el fin de dichos vuelos: salían de la Base Aérea de San Antonio de los Baños, en La Habana; llegaban a la de San Julián, en Pinar del Río, y por último, a una gran pista de aterrizaje en suelo camagüeyano.

Volaron en ese triángulo, a 23 000 pies de altura, teniendo en cuenta la ligera similitud del archipiélago de práctica con el objetivo donde iban a lanzar los dos bombardeos planeados.

Resulta interesante el conocer que el llamado Proyecto Manhattan se pensó y se reestructuró inmediatamente después de los acuerdos tomados en la III Conferencia de Ministros del Exterior de las llamadas Repúblicas Americanas, efectuada en Río de Janeiro, Brasil, en 1942, que recomendaba el desarrollo de los aeropuertos de América Latina, sumamente útiles para distintas actividades y, en especial, con caracteres militar y aéreo.

Evento como aquel hizo posible que se firmaran en absoluto secreto dos Resoluciones conjuntas Cuba-Estados Unidos.

Teniendo en cuenta esa coyuntura político-militar, y en marcha la Segunda Guerra Mundial, se enviaron a Cuba clandestinamente 10 de las 13 superfortalezas B-29 del Grupo 509 antes mencionado.

Los simulacros realizados en Cuba, filmados y fotografiados, se remitieron con urgencia al general Curtis Le May, entonces jefe de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, a quien se le ordenó marchar rápidamente de Europa hacia el sur del Pacífico para concluir la fase faltante del asombroso experimento criminal previsto con el fin de obligar a Japón a rendirse.

De más está decir que “el imperio de los pretextos”, en los acuerdos cubano-norteamericanos comentados, utilizaron como falsa intención la necesidad de “proteger a Cuba”. Y si pudiera ser cierto que Batista no llegó a conocer el verdadero objetivo del Proyecto Manhattan y sus entrenamientos en nuestra patria, sí es verdad que él aceptó prestar el territorio y el espacio aéreo para sus maniobras.

Más conocido es el hecho de que el propio Batista comentó en aquellas circunstancias lo siguiente: “Que nos defiendan los norteamericanos, es algo correcto. Nosotros haremos lo menos posible o pelearemos solo con sacos de azúcar”.

En dos ocasiones se reunieron los diplomáticos cubanos con los norteamericanos. Los acuerdos entre las partes los suscribieron dos ministros de Estado de Cuba, uno en junio y otro en septiembre de 1942: José Manuel Cortina y José Agustín Martínez, respectivamente, ambos ante el Embajador de Estados Unidos Spruille Braden, para permitir a Estados Unidos y al Reino Unido emplear con fines militares las rutas marítimas y los corredores aéreos de nuestro país.


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