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sábado, 25 de noviembre de 2017

A solas con Fidel

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Sin Rodeo reproduce un trabajo especial que publica este 25  de noviembre  Invasor Digital,

 

Por Katia Siberia Foto: Nohema Díaz (INVASOR) 
    

La caravana que llevaba las cenizas se detuvo en Ciego de Ávila durante 33 minutos. Entonces, casi nadie lo supo porque aconteció en un punto “desértico”, donde no hubo avileños a ambos lados de la Carretera Central. Esta es la historia de uno de los hombres que, no solo sabía lo que ocurriría, sino que, además, debió organizarlo. Un año después revela el secreto

Los hechos me obligan a contradecir las mismísimas normas en las que un oficial ha de presentarse; primero, por sus grados, y luego, por su nombre. Pero antes de que fuera teniente coronel y jefe de una Unidad Militar, Luis Alberto era el hijo de su abuela. Y es en ese suceso donde uno comienza a entender por qué un hombre con dos estrellas sobre el hombro abandona la marcialidad que le impone su uniforme y llora a centímetros del armón que guarda en cedro a Fidel, y, después de hablarle, se queda callado. Desde el rango no puede justificarse su actitud o, al menos, no en toda su dimensión.



Habría que decir que cuando tenía tres meses su abuela comenzó a ser, también, su madre, y que cuando ella se le perdió en la demencia, y acabó muriéndose sin reconocerlo, solo había un rostro al que le ponía acertadamente un nombre: Fidel. Su vieja de 86 años no sabía quién era Luis Alberto, en cambio, reconocía a Fidel en el televisor, a veces, hasta de oídas.

Me lo confiesa para que entienda de dónde le nació la devoción que los grados militares vendrían a coronarle después de regresar de la Unión Soviética y de algunos años en las cadenas de mando, y comete, sin querer, el pecado de la obviedad, porque más de medio siglo de Revolución ha sido suficiente para que a Fidel lo idolatren, tanto los generales como las amas de casa.

A estas alturas, nadie tendría que amparar su amor o su dolor en una abuela devota o una carrera de verde olivo, aunque ambos incidentes, en la trayectoria del teniente coronel Luis Alberto López Hernández, resultan decisivos en aquellos 33 minutos que él define como “el momento más importante de mi vida”. Tiene 51 años y dos hijos, su servicio aún no concluye y se atreve a semejante conclusión.

Confiesa, sin embargo, que nunca conoció a Fidel, que solo la geografía podría explicar el privilegio exclusivo del reducido grupo de avileños que esperaron allí la detención del cortejo fúnebre. Estar al frente de una Unidad Militar, situada a metros de la Carretera Central, donde se abastecerían los vehículos y personas que debían continuar hacia el Oriente, ese 1ro. de diciembre, le regalaron a Luis Alberto los 33 minutos que él no logra encasillar en las manecillas del reloj ni en horario militar.

No obstante, las coordenadas de su Unidad y el intento de Invasor de filmar un video a las 2:02 de la tarde nos permiten establecer que pasaban las 14 horas cuando él tuvo delante la urna de cedro que llevaba una Bandera Cubana encima y un hombre dentro. Hubiese tocado el armón de cristal que la resguardaba con solo extender las manos, pero no lo hizo, no porque no debía, sino porque cuando las levantó se las tuvo que llevar a los ojos.

“Se suponía que lo peor ya había pasado, porque él muere el 25 y pasa por aquí el día 1ro..., se suponía que nos hubiésemos “adaptado” a la idea y fue como si se acabara de morir, otra vez. Yo tuve que interrumpir dos veces lo que estaba diciendo, se me quebraba la voz”, confiesa casi un año después y noto que tampoco ahora habla con fluidez: hay elipsis injustificadas entre las oraciones que hilvana.

“Claro que lloré..., allí le saltaron las lágrimas a todos los que estaban..., aquello tenía un trasfondo muy luctuoso, aun sin estar rindiéndole guardia de honor..., se conversaba, se compartía con los jefes del alto mando que venían en la caravana..., estaban los jefes de los diferentes órganos del territorio, el Consejo de Defensa Provincial... Ese pequeño grupo permaneció al lado del Comandante, dentro del espacio que permitió la seguridad que custodiaba el perímetro de acceso al armón.

“El resto de los oficiales que participaron en las labores de servicio permanecía en sus tareas dentro de la Unidad, con los ojos rojos y todos muy disciplinados, pues desde el día 29 nos habían informado que debíamos asegurar la caravana y comenzamos a organizarlo entre jefes, suboficiales, sargentos, soldados, trabajadores civiles..., el equipo completo trabajó para preparar ese momento, si bien, de los integrantes de la Unidad, solo yo permanecí cerca de Fidel.”

Afuera debió sospecharse algo, el cordón humano que bordeó la Carretera Central quedó fragmentado en ese punto de la geografía, aunque Luis Alberto no sabe cómo la gente se explicó los metros vacíos en medio de una jornada donde se amontonaban sin consuelo para ver la fugacidad y lo eterno, al mismo tiempo. ¿Mintieron para resguardar el secreto por razones de seguridad? Quizás solo no se dijo nada, pero, incluso, la versión de que en esa Unidad se cumplía con el objetivo de siempre, el de “elevar la disposición combativa del personal y su técnica”, fue la versión más exacta de lo que sucedía. Y ahora sabemos que allí, nunca antes, y probablemente nunca más tengan que probarse ante un combate tan difícil como el del 1ro. de diciembre de 2016.

Ese día, en la noche, Luis Alberto fue a contarles a su esposa y a sus hijos, queriendo desahogarse en vano porque ha demostrado, casi un año después, que cuando recuerda sus 33 minutos vuelve a sentirlos y se entristece, baja la cabeza y hace gestos compungidos, mientras narra la breve escena que tuvo a solas con Fidel.

“Recuerdo que estuve hablando un poco y luego le di la vuelta al armón, no sé por qué le di la vuelta... estuve un tiempo detrás de la urna, mirando. Parado allí leí el nombre de Fidel y le dije algo, una frase de Raúl Torres que no sé exactamente si decía así, y que resumía lo que yo sentía: 'No me sueltes de la mano que no sé andar bien sin ti.'”

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